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miércoles, 22 de julio de 2009

En el concierto.

Las primeras notas de una Sonata de Vivaldi comenzaron a vibrar en el clavecín del artista. Me había alejado del grupo de profesores invitados para escucharlo, sentados en las sillas rígidas de cuero, alrededor de los músicos. Decidí sentarme en un mullido sofá, ubicado en la parte posterior del gran salón de la casona colonial de la Universidad Simón Bolívar. Era la ocasión perfecta para meditar. Me relajé, cerré los ojos y dejé a mi mente vagar al compás de la música.

La primera imagen que se presentó fue la de un amigo que trabaja

con los símbolos y que había conocido la semana anterior. De manera sorpresiva me reveló que sabía que estaba terminando un libro y no le había puesto punto final, porque aún no había escrito un epílogo donde mostrara mi involucramiento personal con el tema, en el que revelara a mis lectores cómo mi vida estaba ligada a todo lo que ese libro mostraba. Me pregunté por qué no lo había hecho como en mis otros dos libros anteriores y no pude responder. En ese momento pedí a mi inconsciente, a la energía universal, a mi yo superior, mostrarme una respuesta y volví a prestar atención a la música.

Recordé los innumerables conciertos a los que había asistido en mi infancia, pues mi padre, amante de la música, trabajaba dirigiendo la Administración de Espectáculos del gobierno y nos llevaba cada semana a uno de ellos.


Yo conocía los más recónditos lugares de los Teatros Nacional y Municipal y me permitían tocar en su piano de cola y actuar en el escenario, de manera solitaria, los proyectados dramas y fantasías de mi vida futura.

Los discretos aplausos me despertaron de mi ensoñación, pero una nueva sonata me llevó de nuevo frente a un piano que tenía un espejo biselado que reflejaba mi imagen sentada sobre un cojín para poder alcanzar correctamente las teclas.

Sistemáticamente mi madre me incitaba a practicar una y otra vez, repetidamente, al menos dos horas diarias por un período de cinco años. Interpretaba esos símbolos pequeños y negros, con líneas y puntos, que leía y releía hasta que la perfección se hiciera presente. Mis dedos cada vez más ágiles por la práctica me hacían entrar en contacto con la música que me transportaba detrás del espejo a ignotos lugares. Y la caricia de mi madre o sus aplausos me hacían regresar cuando lo lograba. Era el mayor premio que pudiera obtener.

Largo, allegro, largo, allegro, con pequeñas pausas entre ellos, nuevas imágenes surgieron al parecer desconectadas: me vi sentada en las piernas de mi padre mientras leía a Don Quijote y el diario del abuelo. Sus poemas escritos en esa bella letra antigua y la historia fantástica de un niño raptado en la Lorena francesa. Yo imaginaba y soñaba estar allí, junto a gigantescos molinos y hermosos castillos, defendiendo imposibles. Vi a mi abuela en su cama, cuando los domingos me contaba cuentos de hadas que despertaban mi imaginación y me hacían viajar de nuevo a mundos creados en mi mente. Un movimiento fuerte y los sonidos del crujir del cuero en los asientos me llevaron a otra dimensión. Dejé escapar esas imágenes y presté de nuevo atención a la música que se hacía más lenta, melodiosa y rítmica. Me vi aprendiendo a hipnotizar y contactando mi asombro ante las maravillas de la mente humana cuando expande su conciencia, me vi aprendiendo a meditar frente a una montaña, enseñando en múltiples ambientes, cómo a la mente creativa sólo hay que darle paso si se aprende a hacerlo, especialmente en compañía...

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Se agradece respetar los derechos de autor y hacer la referencia de la fuente de este blog.

Valarino, Elizabeth (2009). En el concierto. Prólogo del libro Tesis a Tiempo (2000).Publicado en: http://ventaninterior.blogspot.com